Ritual

                                          Ritual


Supuestamente está el muro que nos separa. Esta larga avenida mojada, espejada por la lluvia. 

Aunque ya no llueve,  durante un par de horas llovió apasionadamente.

Desde aquí se oyen los neumáticos sobre el asfalto y mis sentidos vuelan por encima del muro:

Persiguen algo.

Mientras fumo el último de mis particulares 30, sentado en la banqueta de madera, mis piernas se relajan, me ayudan a pensar: “Perrita mía, donde estés, mis huesos volverán a hacerle el amor a tus huesos…”

Y reparo que hay un cielo encima de ese muro, un cielo negro con nubes borrosas, ausentes.

Casi no hay cielo. Que me dá la sensación de estar hecho de madera y que mi sangre es de aserrín, tal vez.  Siento una relación directa con los huesos del otro lado, una profunda y amorosa relación. 

Acodado, pero sin resignación, en esta barra, puedo ver a través de una ventana mal tapada por un cartón, una ventana vale decir que se abre como un secreto y revela parte del mundo, parte del cielo, lo invisible.  Pido disculpas por el término “cielo”, pero no encuentro otro. 

Sentado en esta barra, los ruidos de adentro me recuerdan a la muerte. La música de este lado me recuerdan a la muerte. Lo  que está de éste lado y no de aquel, me recuerda a la muerte. 

¿Cómo contarlo y no enredar la cosa aún más?

En el local hay lapsos de silencios, que interpreto como un cansancio físico de la muerte. No es silencio exactamente. Es muy claro para mí cuando la muerte suelta los cuerpos, porque ellos quedan suspendidos en los sillones. La histéria, la paranoia,  la evación hecha palabra, los suelta y ¡Por fin! ¡Disfruto el cansancio de la muerte como del mejor adagio!

Deseo una cerveza. El tipo detrás del mostrador  con cuerpo de caparazón y cara de niño, entiende mi gesto. Y trae una botella casi blanca del frío. Mientras él la buscaba pensaba que son interesantes los idiomas que se crean entre desconocidos, entre desconocidos que están obligados a comunicarse, ¿No?,  como es mi caso con el hombre con caparazón y cara de niño. 

Es casi una relación o algo así. Hay como una comunión tácita entre ambos. 

_Muy amable… _ le digo. Él no contesta. Capaz cree que pretendo otra cosa con él. 

Y no exagero cuando siento un estado de despedida al retirarme de un bar o un sitio como en el que estoy, aunque note que el  hombre al otro lado de la barra ni siquiera presta atención a mi salida. 

Mientras bebo, advierto que una cucaracha pasa debajo de mi banqueta.  La miro y siento algo parecido a la ternura. Me digo: “Parece perdida, como yo… ¿Buscará a otra cucaracha?”

Después de unos tragos helados de cerveza me siento mejor. Mejor persona. Mejor ser humano. ¡Qué gran ser humano me siento! ¡Casi tengo ganas de cantar! Pero no. Cada sorbo es muy importante. Lo que separa a un bebedor de un alcohólico son los tiempos, las pausas, el ritmo con la bebida.  No me tengo que mandar ninguna cagada. Con este sentimiento , disfruto el líquido helado que resbala por mi garganta.

Me siento agradecido a Dios y a los seres humanos y a las cucarachas. 

Bajo la vista al piso. Veo aquel insecto simpático y enseguida  me sube el recuerdo a la memoria. Se clava entre mis cejas como un ojo nuevo nítido donde se filtra ella. 

Era la primera vez que salíamos juntos. Nos encontramos en un bar de Chacarita. Habíamos llegado con la luz del atardecer al bar. Pronto oscureció  en la mesas y en los ventanales. 

Escuchábamos “Escaleras al cielo”, sería un tiempo más tarde nuestra canción favorita.  Entonces la vi. En un primer momento no dije nada. La cucaracha correteaba por debajo de su silla , entre sus sandalias, con unas patitas urgentes.  Ella, sin intención movió la cabeza y la vio, pegó un grito, se arrimó a mi lado y percibí la tibia piel de su pierna descubierta, (llevaba una minifalda de jeans) instintivamente la sujeté de la cintura, sintiéndome ya dueño de ella, su cara giró mansamente para mi lado y el resto fue sabor a cerveza en las bocas. 

Las voces de este lado me despiertan de mi repentino sueño. El hombre con cuerpo de caparazón y cara de niño ahora tiene los puños sobre la barra, mira el salón como a una caja de zapatos. Hace una mirada general y parece intrigado. Quiere saber qué hago mirando una cucaracha. ¿Qué significa lo que hago?

Casi no se oyen conversaciones, quedaron los que se saben escuchados y tratan temas  de “cultura”. 

Por suerte sorprendo a otra cucaracha (tal vez la misma) que atraviesa el salón , pasa por debajo de la puerta de salida. No puedo verla. Imagino hacia dónde va.  Atraviesa la llovizna que cae como embolsando, sé a dónde vas mi querida amiga…

Oscurece con calma y me gusta . Algunas personas se fueron. Ya me siento parte del lugar, parte del olor a cigarrillo, parte del espacio que ocupa las banquetas, la barra. Por  alguna razón que desconozco las personas que pasan por aquí me contemplan con algo que podría llamarse respeto o miedo. 

Hace cinco años que no hago el amor, muchachos, me gustaría gritarles a cada uno de estos que me miran extrañados. ¿Podría estar anunciado esto en mis ojos? ¿Podría estar anunciado que desde que ella no está, cojí-chupé- conchas-me -chuparon –la- pija, pero que nunca nunca volví al amor de un cuerpo, al amor del roce, al amor de un encuentro, al amor y su violencia sagrada?

Casi me dan risa mis propias preguntas. Mis manos después de cierto tiempo sobre la barra se volvieron fláccidas, gelatinosas. ¿Tendrán aspecto de insecto?

Miro mi alrededor.  Se agregaron dos chicas más, hablan en voz muy alta. Una de ellas lleva colgada en la espalda una guitarra con su estuche. Tengo la impresión que desean  ser tenidas en cuenta por el resto de los muchachos, que hablan igualmente fuerte porque también desean ser tenidos en cuenta. 

Yo en cambio. Estoy fuera de todo juego. Puedo interceptar con mis incipientes antenas las ondas sensibles que viajan hasta la barra.  Cruzan el muro, saltan la avenida mojada, espejada y a mitad de vuelo caen, chapotean. Percibo las ondas cálidas desde mi banqueta, un acariciador encuentro en mis oídos. Luego de vaciar el vaso, susurro: “Me rozaste la mejilla izquierda, perrita mía…” 

La sensación me provoca un escalofrío misterioso, amoroso. Me friego las manos. Realmente tienen otro aspecto. 

Alguien se acerca a la barra a pedir algo, me guiña un ojo. No lo conozco, él a mí tampoco. Me gusta la situación. Me apoya una mano en un hombro.  Veo en su actitud como si me quisiera consolar, dibujo una sonrisa amena, una nada cortés. Tal vez cree que me separé de mi novia, tal vez ve en mi soledad  cierta extravagancia. No estoy en condiciones de hablar, lo que me llega del otro lado es muy contundente, me deja sin palabras… 

Me grito internamente:” Entre miles y miles de huesos, estás vos y pronto y muy ponto…”

Miro las agujas digitales en mi muñeca . Creo que ya es mi hora.  Dejo dos billetes con la cara de Eva Perón sobre el mostrador. Advierto que dejo plata de más. 

Cuando me levanto arrastro las patas de la banqueta, el hombre con cuerpo de caparazón y cara de niño, me mira y nos miramos. Estira dos dedos sobre la barra y cuenta el dinero. Mientras me acomodo, me sigue mirando.  El tipo no sabe por qué le dejo la plata de más.

Antes de irme me dice:

_Suerte…


En la vereda descubrí que llovía otra vez. La luz de los faroles de la avenida iluminaban el gran muro. Crucé trotando. El portón como era lógico esperar se encontraba a esta hora de la madrugada cerrado.

Ya lo tenía previsto. Busqué un árbol para treparlo. Uno robusto. Mientras caminaba por la callecita contigua al muro, hallé una puerta sin candado, vieja, entreabierta. La empujé y entré. 

Carajo, metí el pie en un charco lleno de barro, avancé por un terreno, entre penumbras veía las cruces. 

La lluvia caía a baldazos como una alucinación sobre el pasto. Vi un hombre con una linterna más adelante.  Muy nervioso, volví sobre mis pasos, continué en dirección contraria a él, corrí.

Dí con una zona de mausoleos. Me quedé parado, paralizado. Percibo a mi alrededor aquella preciosa ciudad de muertos. 

Oí un estruendo, después de un segundo ví el relámpago y entre a caminar. Creí recordar el camino. Tenía  barro hasta las rodillas. La intuición me dijo que era por acá, luego que por este otro lado. Y después doblé.

_Si si si… Acá_ hablé solo. 


Encontré un sendero, lo encaré. Estaba totalmente embarrado. Apenas podía caminar sin hundirme un poco. Sentirme cerca del sitio que buscaba me excitó. Tropecé sobre una lápida, me levanté, caminé medio confundido un poco más y dí con su tumba. 

Allí vi unas flores acomodadas en su lecho. Habrá sido su hermano, tal vez su madre. De cualquier modo, sentí celos.  ¿Quién te viene a ver, perra?

Me arrodillé en el barro , sobre el pasto. A la altura de sus tetas. 

_Sé que me estás mirando ¿Constanza, quién te viene a ver? ¡Decime!

Empecé a rastrillar con las manos el barro, desesperadamente.  Las manos se hundían más y más. Lloré y raspé al mismo tiempo, mis lágrimas se confundían con la lluvia. Con otro rayo llegó un momento de lucidez. Me puse de pie, me acomodé la ropa, me saqué el barro. Por último, acomodé pasto alrededor de su lecho. Y la vi. 

Intacta. Me esperaba como siempre me esperaba en la cama, con una mano juguetona tapándose la concha. 

Constanza…

                                           Ahí voy….

Constanza….

Desabroché mi bragueta , saqué la pija y empecé mi ritual. 


                                                                                                                      Final  

  

         

   

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