Carne de tu carne
Carne de tu carne
Todavía conservo la foto de la época donde cabía en mi antebrazo; yo tenía quince años nomás. Pero las cosas no marcharon y me las tomé. Vine a la Capital. Conseguí emplearme en un frigorífico, en Mataderos. Cada tanto hablo con gente de allá. Sé, por comentarios que me llegaron, que es cantante en un boliche del centro, en Buenos Aires. La llaman “Nachita”. Pensar que de joven, yo también cantaba en las jodas: eso lo heredó de mí. ¿Cómo será su cara… Y su voz… Y sus manos? ¿Querrá conocerme? Esta noche voy a saberlo, voy a verla cantar.
Desde la vereda que se oía. La música subía sin pedir permiso por la escalera. Miguel leyó un cartel hecho a mano. “Hoy gran fiesta de disfraces”. Más arriba, en un afiche con letras coloridas y gigantes: “Y también canta Nachita”. Delante de la puerta, un patovica como un rascacielos lo medía con la mirada.
_¿Qué tal la chica que canta?
El rascacielos contestó desde su altura:
_Imperdible…
A Miguel casi le brilló en un ojo, una lágrima de orgullo. Descendió unos metros y caminó apaisanadamente por un estrecho vestíbulo. Se halló en un salón en penumbras, “¿Habré hecho bien en venir?”, le vino a la cabeza, de repente, mientras fingía ser dueño de sí mismo entre tantas personas. Eligió una mesa del fondo. Se escurrió entre las chicas con rabos de goma adheridas a la cintura, otras con orejas de conejo que llevaban bandejas. Los culos brillaban, en cualquier parte donde mirara, efervescentes, bajo la luz fluorescente de un tubo. Miguel se movió hacia la barra y cuando atravesaba la pista un trencito de personas lo arrastró por el salón. El tren viboreó por aquí y por allá. Luego Miguel se salió y se acodó en la barra.
_¿No traés disfraz..?
Escuchó una voz femenina. La vio apartada, aplastaba un cigarrillo en un cenicero mientras volvía a cubrirse parte de su cara con una máscara de ardilla. Adivinó en su escote un resplandor efímero, un juego de luces que atravesaban y se quedaban en su cuerpo.
_Soy King Kong…
_¿Me invitás una copa, King Kong?
_¿Qué te gusta..?
Y la mujer dejó de acomodarse el antifaz de cartón para contestarle.
_Muchas cosas… Pero un Vodka de banana estaría bastante bien…
Miguel sintió que un gorila verdadero le golpeaba el pecho por dentro:
_Así que sos King Kong… Te comento que la copa de compañía cuesta cien pesos.
Como hipnotizado asintió con la cabeza. Pidió lo mismo que ella en el mostrador. Luego el derecho a rozarse con palabras, lo puso debajo de la mano y se lo alcanzó a través de la barra. Miguel vació su trago de un saque apenas se lo trajeron. Ella daba sorbos pequeños, casi se mojaba los labios. Deslizó una mano suave por la entrepierna de él.
_¿Vas a necesitar que vayamos a otro lugar..?
El antifaz de ardilla dejaba entrever su boca y el resto de la cara como una promesa. Miguel se dijo: “¿¡Pero vine a conocer a mi hija, o no!?”, otra voz se rebeló en la cabeza: “Pero soy un hombre soltero después de todo, ¿ Cuál es mi pecado?, además hoy no le voy a hablar, se va a impresionar, la voy a mirar desde mi mesa, no quiero arruinarle la noche”. Pensó y pensó, mientras sintió el apretón de manos de ella.
_ Vamos…
Caminaron como por un acuario nocturno, con sillones a los lados donde se oían respiraciones, algún quejido sordo. Ella empujó con un hombro una puerta y entraron a un cuarto.
_ Los besos en privado cuestan doscientos pesos.
Y King Kong puso un billete encima de otro.
La empezó a desvestir a oscuras. Le desabrochó el corpiño y cedieron en sus manos, los tibios pechos, ya moldeados, ya maduros. Absorbió los pezones como si fueran vasos de agua encontrados en el desierto. La enredó entre sus brazos mientras le besaba el cuello y la boca. Sus dedos recorrieron las fragilidades de su piel, las humedades de su edad. Ya enceguecido, a punto de quitarle la casi invisible bombacha, ella le retuvo mano:
_Eso son doscientos pesos más…
_¡Eh!
Y se miraron en la oscuridad.
En eso, golpearon tres veces la puerta. Ella prendió una lámpara de una mesita y se vieron ambos rostros, por primera vez, cubiertos de saliva.
_Vas a tener que vestirte… Vestite rápido… Se me hace tarde…
_¿Qué? _ Miguel estaba aturdido.
Del otro lado de la madera, resonó una voz fuerte, clara, precisa, de puñal:
_¡Vamos Nachita..! Que viene tu número…
No recuerdo qué dije después. Me quise levantar y mis manos tropezaron. Sentí como si me enterraran dos tornillos en las sienes: y vomité… Vomité… Vomité…
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